No tengo ningún problema en reconocerlo: nunca he sido un gran fan del jazz vocal masculino. El concepto de crooner siempre se me ha provocado cierto “rechazo”, tal vez irracional. Y sí, reconozco que puedo disfrutar con algún tema de Frank Sinatra y que actualmente, voces como las de Jaime Cullum o Gregory Potter no me disgustan en absoluto…pero a cierto nivel inconsciente, mi cerebro reptiliano sigue diciendo cuando escucha esas voces graves cantando standards: “esto no es para ti”.
Así que para que la semana pasada acudiese al concierto que Kurt Elling ofreció en el Festival de Jazz de Madrid, tuvieron que coincidir varias circunstancias. La primera, que pese a mis recelos, no podía dejar escapar la posibilidad de escuchar una de las mejores voces del jazz de las últimas décadas, heredera de la de artistas como Jon Hendriks, Mark Murphy e incluso, de ese Johnny Hartman que compartió álbum con John Coltrane.
La segunda, que a Elling le acompañase sobre el escenario nada menos que Charlie Hunter, uno de los guitarristas más interesantes de la bahía de San Francisco y con claras influencias de grandes como Joe Pass o Tuck Andress. A estos dos, se le sumaron sobre las tablas del Fernán Gómez, el baterista Marcus Finnie y Kenny Banks al teclado.

El objetivo del cuarteto y con el que cumplieron con creces fue el de hacernos vibrar con SuperBlue, álbum publicado en 2021 y que se aleja un tanto del estilo tradicional de Elling, pero entrar de lleno en el funk, el hip-hop e incluso el pop, sin renunciar por supuesto al bebop sobre el que Elling ha construido parte de su carrera, el jazz progresivo e incluso, ciertos toques de neo-soul. Así que en cierta medida sí, iba a ver a un crooner sobre el escenario pero a la vez, no iba a ser ese tipo de concierto sobre el que podía tener algún reparo.
Visto ahora con perspectiva, no puedo sino felicitarme por no habérmelo perdido. En primer lugar, porque a sus 55 años, Elling sigue siendo un huracán. El cantante disfruta sobre el escenario como pocos y desde luego, se gana cada uno de los euros que cuesta la entrada de su espectáculo. En cada tema desborda una energía contagiosa, tanto en los momentos en los que canta, como cuando se emplea a fondo en el largos minutos de scat o incluso, cuando hace el intento de bailar, tal vez el único terreno en el que demuestra el paso de los años.
Y en segundo lugar porque ha sabido rodearse de una banda maravillosa. El duelo que mantuvo por ejemplo con Marcus Finnie entre scat y batería y que se prolongó durante casi diez minutos, pasará a formar parte de los momentos mágicos de este festival; los inmensos recursos de Hunter a la guitarra, con ese jazz de frontera, entre el rock sureño y el blues, nos dejaron con ganas de acudir a un futuro concierto como líder de su propio proyecto.
Pero tal vez lo mejor del espectáculo es cómo funciona a la hora de reinterpretar y actualizar temas clásicos, con guiños a Freddie Hubbard, Cody Chesnut, Wayne Shorter o Manhattan Transfer por citar tan solo algunos, pero también homenajes a Jack Kerouac y al poeta Charles Twinchell. Si esos momentos no conectaron aún más con el público madrileño se debió sobre todo a ese “inglés medio” que la mayoría aseguran que tienen en su currículum, pero que apenas llega al básico. E igualmente y aunque seguramente no todos comprendían el significado de letras recitadas, la emoción permaneció a flor de piel.

No vamos a repasar los temas que los chicos de Elling exhibieron en el concierto, porque básicamente son los mismos que podéis encontrar en un álbum que calcaron prácticamente de forma milimétrica, pero sí que vamos a hablar de momentos. De ese en el que por ejemplo, Elling se atrevió a cantar en español con su marcado acento de Chicago; de su maravilloso fraseo casi hip-hopero que se marcó en “Sassy” o en “The Seed” (un clásico de Chesnut con más de medio siglo a sus espaldas y que sonó tremendamente actual); también de ese baladón que es “Dharma Burns” y que tan bien sienta a su vozarrón de barítono.
Cómo no hablar de esa capacidad para proyectar su voz hasta más allá de las paredes del teatro. Y es que por mucho que tal vez abusara del reverb y de ciertos efectos de pedal, bastaba prestar atención cuando se decidía a cantar “a capella” para dejarse arrollar por ese torrente musical. No sé si tras el concierto de Kurt Elling mi posición ha cambiado (no me veo asistiendo a un concierto de Michael Bublé, sin ir más lejos) pero desde luego me ha descubierto a un artista que he de reconocer que no estaba en mi radar y con quien desde luego he disfrutado. No es poco.