Los artistas (los músicos en particular, quizá solo superados por el gremio actoral) acarreamos fama de quejicas. No calificaré yo esa fama de inmerecida, aunque ya antes de que la música se convirtiera en una de mis profesiones había escuchado muchas veces a los propios músicos profesionales lamentar que el gremio adolecía de organización y voluntad de protesta. Ahora, vista desde dentro y de muy cerca la profesión, entiendo muchas cosas que antes se me escapaban.
La reciente pandemia ha servido para polarizar dos realidades casi siempre irreconciliables: la de la música comercial creada para el negocio, en un extremo; y la de la música vocacional, fuera del mainstream, en el otro. Es decir, la música que da de comer y paga las facturas, por un lado; y por el otro, la que es necesaria y transformadora y beneficia a la sociedad. Pocas veces, muy pocas, esas dos realidades coinciden en el mismo proyecto artístico.
Al artista anónimo (no al que brota de un talent show o al bendecido por los medios de comunicación masivos que se encargan de propulsar carreras musicales) se le presupone la precariedad, de la misma forma que se le presupone una posición ideológica determinada en función de sus ingresos. Hay casos y ejemplos de sobra en un sentido y en otro, y no voy a detallarlos aquí.
Pero si algo he podido comprobar es que, muchas veces, para un artista significarse políticamente es un deporte de riesgo. Leí en mayo a una compañera cantante definir de forma tan precisa como siniestra este ya bien avanzado verano de 2023. Lo llamó “una fosa abisal”.
Con la temporada alta de bolos paralizada por el calendario electoral, los artistas (sigo hablando de los que no salen en TV) observaron durante la primera mitad del año, inquietos, sus agendas veraniegas en blanco, a expensas de los resultados de las municipales; después cundió el pavor con las cancelaciones de conciertos y espectáculos (muchas obras teatrales o espectáculos de danza también llevan música en directo) en algunas localidades donde se han formado consistorios de un determinado signo político.
Por otro lado, y en términos prácticos, las elecciones generales afectan a los músicos como a cualquier otro gremio; de hecho está por ver si el Estatuto del Artista aprobado en la anterior legislatura ha supuesto realmente una mejora en las condiciones laborales de los artistas musicales. Que ojalá sea así.
Si bien he visto a muchos compañeros y compañeras de profesión instar al voto en las últimas generales, soy también plenamente consciente de que muchos no hablan ni hablarán nunca de política en público. Ni de política, ni de precariedad laboral, ni de la desigualdad de género en el sector musical ni de nada que pueda servir como excusa para que alguien no les contrate. El mundo ha llorado a Sinéad O’Connor estos días, un buen ejemplo (a gran escala, eso sí) de esto que digo.
¿Cómo va un artista a significarse si su agenda de los próximos meses / años depende de quienes conforman los ayuntamientos, diputaciones y parlamentos autonómicos, que son los organismos que deciden quién, cuándo y en qué condiciones se toca? Resulta algo obvio y facilón echarle en cara a un músico una pasividad o desapego político bastante forzado por sus circunstancias. Exigirle que se alce en defensa de sus derechos con conciencia y decisión, cuando todo el sistema se basa en la ausencia de reconocimiento y garantía de esos mismos derechos.
Y otra cosa más: ¿a los artistas quién nos defiende? Mientras haya cerveza bien fría en los chiringuitos de la playa, qué más da que no haya música en directo en las plazas de los pueblos.
Excelente artículo tanto en la forma como en el contenido. La temática no deja de ser tan ocurrente como desconocida al público. En un país donde la cultura se ve atropellada por el mercantilismo, el mal gusto y se la despoja de toda esencia, es de agradecer enriquecerse con el bien escaso de un discurso didáctico y actual. Siento confesar que lo culto terminará convertido en oculto.