Imagínense un edificio que reuniera la Capilla Sixtina, la Galería Uffizi, la National Gallery, el Museo del Prado y el del Louvre. Imagínense toda esa obra artística contenida bajo el mismo techo en una superficie de tan solo algunos kilómetros cuadrados.
Imagínense, además, que ese sitio, ese espacio, está vivo; y que allí pudiéramos contemplar al mismísimo Miguel Ángel trazando absorto esas líneas perfectas que sugieren divinas figuras humanas. O a Velázquez esbozando el espejo situado al fondo del lienzo de Las Meninas ante nuestros ojos, testigos asombrados del milagro de la creación de una obra maestra en el mismo instante en que se produce.
Pues eso, amigos míos, es Nueva Orleans. Un lugar donde constantemente ocurre el milagro (otra vez brota esta palabra mientras escribo; no pienso sustituirla por un sinónimo) de la música en directo; la ciudad donde nació ese arte colectivo improvisado que llamamos jazz, una de las cimas de la creatividad humana.
Nueva Orleans se encuentra en una superficie cenagosa entre un río y un lago, castigada por la meteorología, las catástrofes naturales y los acontecimientos históricos. Pero se trata de una ciudad tan vital, tan generosa y tan fértil como la imaginación de las personas que en ella habitan o habitaron, artistas célebres o desconocidos, qué más da, cuya obra sigue presente, contante y sonante allí entre las calles del Vieux Carré, reinterpretada infinidad de veces por músicos de distintas generaciones y épocas.
La agenda musical no baja de los veinte conciertos diarios entre semana. A partir del jueves esa cifra puede superar los cincuenta, en temporada baja, es decir: no Mardi Gras, no Jazzfest, no Funk Fest ni ninguno de los muchísimos eventos que tienen lugar en la ciudad a lo largo del año. Durante los festivales se me antoja imposible llevar la cuenta de todos los acontecimientos musicales de NOLA.
Dentro de ese calendario, existen varios tipos de actuaciones: las que forman parte de un programa o festival concreto (nosotras por ejemplo fuimos al Congo Square Rhythm Festival, en Tremé); las habituales de los bares de Frenchmen St, donde predominan las bandas locales de jazz clásico, swing o jump blues, pero donde hay hueco también para el blues o el funk; las actuaciones callejeras -y aquí entran las singulares marching bands así como las virales formaciones de tradjazz que han enseñado al mundo las calles Bourbon y Royal – y, por último, los muy actuales jazz brunches, con elegantes tríos de contra, guitarra y algún viento amenizando la mañana en los patios traseros de los establecimientos, entre mimosas y Pimm’s Cups.
Y esto tiene lugar durante todo el día hasta bien entrada la madrugada. Sobre las once de la mañana en Jackson ya se intuye el brillo de los metales, que inmediatamente anima la plaza; y a mediodía en Royal reina el washboard junto a las extraordinarias voces ¡sin amplificar! de las enérgicas bandas callejeras de jazz.
A eso de las dos de la tarde en Frenchmen comienzan los pases de las distintas formaciones residentes, que suelen constar de tres o cuatro sets, y, a turnos entre los distintos establecimientos, dan conciertos hasta bastante tarde: bares repletos, copas y cócteles cargadísimos y tremendo buen rollo que no acaba hasta las dos o las tres. Incluso en un Natchez (embarcación a vapor) que navega el mítico Mississippi se puede escuchar a algún excelente pianista recrear a Jelly Roll Morton o a Fats Waller mientras se nos presenta la catedral de St Louis vista desde el río.
También está la oferta de directos en el Museo del Jazz de Nueva Orleans, bastante completa, y que suele estar vinculada a alguna de las exposiciones temporales; y cómo no, la programación regular de las salas de conciertos fuera del Barrio Francés, entre las que destaca la legendaria Tipitina’s, probablemente el local con mejor sonido en el que yo haya tenido la suerte de estar o tocar.
Mención aparte merece el templo: Preservation Hall, consagrado al jazz antiguo, a su liturgia y a la memoria de quienes lo crearon. Ese lugar es historia viva de la música americana.
Yo sostengo, y de ese burro no me baja nadie, que las ciudades donde perviven los oficios resultan más humanas. Si callejean por alguna viejísima medina marroquí verán al artesano tapicero tejer alfombras o al zapatero coser babuchas. Pues bien, en Nueva Orleans el oficio es la música, y los artesanos los que la tocan, o más bien la CREAN en ese preciso instante para su propio gozo y el de su audiencia. Artesanía fugaz, aunque eterna e inolvidable.
Fuera de lo musical, si es que eso es posible, Nueva Orleans es extravagante, decadente, por momentos estridente, bastante desvergonzada, y muy muy bizarra. Nueva Orleans, ahora que lo pienso, es prácticamente un milagro, es un jodido paraíso, man, como diría un matón de los de Tarantino a otro.Imagínense a un niño en Disneylandia y sabrán lo que quiero decir.
Hola, Itziar! Gracias por este artículo tan estimulante y bailable!! Me ha encantador encontrar e con la Preservation Hall Jazz Club! No los conocía.. Un saludo!! Pere