A mí no me gustaría ser programadora de festivales. Contra lo que muchos creen, el rol del programador, como el del músico, es ingrato: todo el mundo opina, no solo porque ejercen su derecho a ello (faltaría más), sino porque muchos piensan sincera e ingenuamente que ellos lo harían mejor. Alguien puede entender mucho de música, estar al día de las propuestas más interesantes y negociar con gran habilidad. Y aun así, hay multitud de factores que influyen, si no determinan, las decisiones de programación.
Los festivales organizados con dinero público se encuentran siempre en peligro de extinción. Si los conciertos no funcionan, en el siguiente ejercicio se reduce el presupuesto y en lugar de dos ciclos al año dedicados, por ejemplo, uno a la música de cámara, y otro al pop español más comercial, el año que viene, como en Los Inmortales, solo quedará uno. Y ya sabemos cuál de los dos sobrevivirá.
Cuando se consiguen patrocinios, también se sufren las exigencias de las marcas (muchas de ellas de alcohol), que demandan resultados y no aceptan excusas al hacer las cuentas: hay que asegurar la cobertura en medios y redes y garantizarles la exclusividad en los recintos para que el público solo consuma sus productos.
Consideremos además el factor institucional. Reuniones con responsables de cultura y festejos, contratos, búsqueda de espacios, escenarios callejeros, seguridad, permisos, licencias, trámites de todo tipo, presentación de informes, memorias… Ya solo esto me echaría para atrás en caso de que un día se me ocurriera programar algo: pelearme con la burocracia administrativa me parece de las tareas más infernales que existen.
Y claro, está también el hecho mismo de programar: negociar cachés, encajar fechas, combinar artistas y armar un cartel brillante, coherente y defendible ante opinión pública, medios de comunicación, patrocinadores e instituciones. Casi nada.
No obstante, en este sentido, y me duele decirlo, en este país (y supongo que en otros muchos) subsiste la mala praxis.
Algunos festivales aún nos ignoran a las mujeres artistas – práctica generalizada que al parecer solo nos escandaliza a nosotras; otros programan año tras año los mismos nombres con los mismos proyectos (o por comodidad o por descarado amiguismo). Por otro lado, con la excusa de que hay que llenar los recintos o hay que innovar (mi favorita) de pronto surge en el cartel alguna propuesta de dudosa calidad; finalmente, también con frecuencia se ignora a los artistas locales, sepultados por la purpurina de las grandes estrellas.
Mientras ocurre todo esto, el público andamos debatiendo sobre si un festival de jazz debe o no programar folk o rock o rap, cuestión ruidosa y falsamente polémica que sirve para distraernos de otras que así pasan desapercibidas. O tempora, o mores.
Lejos de considerarlos mártires, sí considero que los y las programadoras asumen una enorme responsabilidad, porque de ellos depende que la afición (el público local, especialmente), quede satisfecha y que el festival en cuestión perviva. Y ya sabemos que el público lo quiere todo: un festival de muchas y grandes estrellas, sobre todo internacionales, o nacionales pero de las que salen en la tele. Y, por supuesto, gratis.
También quiere que no llueva, ni haga frío ni calor, pero mucho me temo que eso no hay programador capaz de negociarlo. Todavía.
Y yo, Itziar Yagüe, oyente y artista, sostengo que, más allá de la estrategia y de los resultados económicos, un festival no debería renunciar ni a la variedad de estilos y proyectos, ni a la excelencia artística, ni al talento femenino ni al local.
Señores, señoras: ya sé que TODO NO SE PUEDE, pero tengo clarísimo lo que SÍ SE PUEDE. Al programar, las preferencias personales, los experimentos y la polémica deberían ocupar un segundo plano: lo importante, siempre, y que esto no se pierda de vista, es la música.
Y termino.
Los artistas sabemos muy bien que es imposible contentar a todo el mundo, salvo que seas Celine Dion cantando por Edith Piaf desde la Torre Eiffel. Los programadores también lo saben, salvo que puedas permitirte los dos millones de euros que costó esa gloriosa interpretación de L’Hymne a l’amour. Un solo tema de 2’27” ante una audiencia global estimada de unos 3.000 millones de espectadores. Un ROI bastante potente, si me preguntan.
Totalmente de acuerdo en que el de programador o programadora tiene que ser un trabajo ingrato; tan burocrático, como criticado. Si este es el tema central del artículo, estoy de acuerdo.
Con lo que no puedo estar de acuerdo es con todas las quejas que se vuelcan aquí. Se afirma que se programa más a hombres que a mujeres, a artistas internacionales que a locales o que se renuncia a la variedad de proyectos. Si se arrojan este tipo de acusaciones, ¿no deberían estar documentadas con datos?
¿Qué porcentaje de los artistas contratados en los festivales de Jazz de España en 2024 eran hombres? ¿Cómo ha evolucionado este dato con los años? Solo con datos que reflejen el problema actual se pueden aportar soluciones. De lo contrario, este artículo es solo la queja personal de una artista en base a su propia trayectoria.