Live in Jazz Vitoria 2024 (II)

¿Es jazz?…¿No es jazz?…¿Qué hace una propuesta así en un festival de jazz?…¿Beneficia, o perjudica su inclusión en la programación?

La segunda jornada del Festival de Jazz de Vitoria 2024 (el pasado 18 de julio), estuvo marcada por el debate entre los círculos de público y prensa que acompañan al festival. Y no, en los ascensores, el tema principal y recurrente de conversación entre desconocidos (al menos en los de los abarrotados hoteles Silken y NH que alojan gran parte de la masa desplazada al festival) no era la meteorología.  

Porque, aunque el intenso calor fuera el protagonista del día en las calles y en las pobladas sombras y terrazas de la ciudad, y causa de la aparición posteriormente en Mendizorroza de los ya clásicos abanicos del público vitoriano (incluso ventiladores eléctricos en manos de los más modernos); el debate se centraba en la programación, y en ese tema que parece importar siempre mucho, las etiquetas.

Y en el ojo del huracán, uno de los nombres del día: Clara Peya (también hacen su generosa aportación a avivar la intensidad del fuego del debate el Niño de Elche, y por supuesto, los raperos del domingo). ¿Es jazz?…¿No es jazz?…¿Qué hace una propuesta así en un festival de jazz?…¿Beneficia, o perjudica su inclusión en la programación?…

Preguntas lícitas, al fin y al cabo. Pero al margen de gustos y opiniones personales, tras varios años cubriendo el festival, si algo nos parece un acierto (y precisamente su sello), es la variedad que proporciona, año tras año, la programación; y la firme intención de atraer y acercar el jazz a las nuevas generaciones.  Podrán gustar o no los nombres concretos, pero el esfuerzo por abarcar las mayores ramificaciones del jazz siempre está presente.

Y este año no ha sido la excepción, con propuestas para todo tipo de públicos: del consenso general (Michel Camilo & Tomatito) a las más vanguardistas (Myra Meldford o Sylvie Courvoisie), de los ritmos latinos y caribeños (Yillian Cañizares, Chucho Valdés) a la tradición americana (Terri Lyne Carrington, Joel Ross), pasando por las fusiones -con flamenco, con pop electrónico-; y de leyendas consolidadas a prometedores jóvenes talentos. Incluso en los instrumentos protagonistas encontramos diversidad: voz, vibráfono, guitarra, piano, violín, batería, bajo… incluso big bands.

En definitiva, pocos “peros y argumentos en contra encontramos a priori, para no afrontar cada día del festival con ilusión y expectativas de disfrutar de una gran jornada de jazz. Y la de hoy (anticipamos spoilers) no ha sido una excepción.

Y así, entre debate y debate, y -siendo sinceros- principalmente entre pintxo y pintxo; tras pasear por la ciudad, y degustar los buenos caldos de la Rioja Alavesa, enfilamos la calle San Prudencio al filo de las 17.30 de la tarde en dirección al Teatro Principal, para inaugurar, con un joven talento español, la jornada destinada a los jóvenes talentos norteamericanos.

Clara Peya Quintet

Reconocemos que, antes de conocer la programación, teníamos relativamente fuera de nuestro radar jazzero a Clara Peya (Palafrugell, 1986). Algo, en cierta manera, comprensible, al tratarse de una propuesta tan limítrofe del género. Pero ese “desconocimiento” previo fue, precisamente, el que aumentó nuestra curiosidad, y alimentó nuestras ganas de adentrarnos en la discografía y personalidad de esta fascinante artista.

Iniciándose en el piano clásico en Barcelona (licenciada en la ESMUC), continúa su formación en San Petersburgo con una estancia en el conservatorio Rimsky Korsakov. Pero dándose cuenta de que, ni la vida en Rusia, ni, sobre todo, las estrictas limitaciones de la docencia del mundo clásico iban a satisfacer su ya incesante inquietud creativa, se traslada a Barcelona para estudiar jazz moderno en el Taller de Músics. Pero las reglas de juego del jazz, tampoco fueron suficientes para satisfacer su expresión artística, y el universo de Clara, continuó expandiéndose.

Y tras más de una década de labrarse una sólida carrera profesional, llegaba a Vitoria esta pianista y compositora catalana para compartir su desbordante universo creativo, que abarca más de una decena de álbumes firmados a su nombre, y una ilimitada implicación en todo tipo de proyectos: desde discos de solo piano (“A A (Analogía de lÁ-mort”, 2019) pasando por diversidad de agrupaciones musicales y estilos -clásico, jazz, folclore, electrónica, minimal-, y disciplinas artísticas  -circo, ópera, musical, y mucho teatro  (dirige la compañía teatral Les Impuxibles, junto con su hermana Ariadna Peya); incluso espacio para la poesía encontramos en su producción (pueden asomarse a su poemario “Liti-o” (2020), y no saldrán defraudados).

En definitiva, una personalidad creativa multidisciplinar deslumbrante que ha colocado su nombre en lo más alto entre los artistas nacionales de su generación, materializándose en todo tipo de premios y distinciones -como el Premio Nacional de Cultura de Cataluña en 2019, con 33 años, por su trayectoria musical y compromiso social, que la convirtieron en la ganadora más joven de la historia de este galardón-.

Y con su característica imagen personal –perlo corto rubio platino, camiseta blanca de tirantes, tatuajes, pantalón corto, y descalza- se presentaba sobre el escenario del Principal, ceñida en el auténtico protagonista conceptual del concierto (y del álbum): el corsé, símbolo del que se liberará tras el tercer tema, para presidir sobre el piano el resto de la velada.

Se apagaron las luces del escenario, y totalmente a oscuras, comenzó a sonar el que será nuestro hilo conductor de la próxima hora y cuarto, el sonido del piano a las manos de Peya. Un sonido acústico del instrumento que sirve de introducción a lo que, a los poco minutos, se desvela como el tono principal sobre el que transcurrirá este viaje: una potente base electrónica, acompañada por una perfectamente diseñada puesta en escena.  Apenas en unos primeros minutos, el público recibe una serie de golpes visuales, lumínicos, musicales y emocionales que lo deja en shock, estado que ya no abandonará hasta el final del concierto.

Porque en esta propuesta, todo está medido. Una cuidada y perfectamente estudiada disposición de focos y luces de todo tipo, intensidad y color, y dispuestas sobre el escenario a distintas alturas alrededor de plataformas escalonadas, por las que los músicos irán transitando y rotando (intercambiándose incluso instrumentos), serán el motor visual que enfatice los distintos estados anímicos sobre los que vamos a navegar: golpes violentos de luz en la oscuridad en “Vientre seco”, calidez e intimidad candelaria en la bellísima “Abrir la luz”, alarma y tensión con las luces giratorias en “Alta traició”; reforzando y subrayando visualmente la potencia del show. Y todo, dirigido con cada gesto de mano o cabeza, desde el epicentro del escenario con su piano, por la creadora de toda esta arquitectura sonora y visual.  No solo marca entradas a los músicos sobre el escenario, sino también, a los atentos técnicos de luces y sonido. Todos forman parte de la partitura.

El trabajo lumínico es exquisito, pero el resto de la escenografía no es menor. Con una concepción del concierto operística, donde incluso las presentaciones y parlamentos entre canciones forman parte narrativa del todo, se vislumbra y destila la experiencia aprendida durante años en el mundo teatral con su compañía.

Y si el envoltorio es efectivo e impactante, el contenido nos termina de desarmar. La propuesta musical es rotunda. Una calculada mezcla de ingredientes (mínimos en general) crean un tapiz de texturas electrónicas ricas, con toques de folclore, con momentos de improvisación al piano, y sobre todo, melodías de un lirismo y belleza que consiguen una gran resonancia emocional (semanas después continúa vivo el eco de algunas de estas canciones en nuestras cabezas). Y las letras, con un perfecto equilibro entre emoción poética y cerebral construcción de imágenes, nos asestan el golpe definitivo. El público está en la lona emocional, sin guardia, y a su merced.

Con las presentaciones (también en las letras) se desvela otras de las grandes señas de identidad de la artista: el activismo y la reivindicación. Luchadora incesante, convencida del poder transformador de la música y el arte en las estructuras sociales, une en su causa temas que van desde la condena radical al genocidio de Gaza o la lesbofobia, la defensa por la igualdad, el feminismo y la libertad en todas sus expresiones; hasta temas más personales, que definen a toda una generación: la salud mental, la ansiedad, el suicidio, y más en detalle, los grandes temas de los que trata esta exploración audaz e introspectiva de lo personal que es el álbum “Corsé” (2023): el empoderamiento, el autodescubrimiento, la revelación contra la opresión, y una defensa acérrima de la imperfección como cualidad de lo vivo, lo mutable y lo fértil, como estímulo de cambio y mejora constante. Para ella, afrontar su música y sus canciones, es un viaje transformador, son su refugio; y estamos seguros de que esa tarde, observando la expresión de sus caras, para el público también lo está siendo.

El concierto avanza, y el efecto de la hipnosis continúa. Transitamos entre la emoción, la intimidad, la intensidad, la poética, y la fuerza. Todo el universo emocional y magnético de Peya. Hay tiempo para disfrutar de sus cualidades pianísticas (los momentos más cercanos al jazz), y del trabajo que hacen el resto de músicos sobre el escenario. Importantísima la labor de Dídac Fernández (batería) y Adrián González (teclados), tanto con sus respectivos instrumentos, como con loopers, sintetizadores, y todo tipo de efectos electrónicos. Y sobre esta base rítmica, brillan, y de qué manera, las dos vocalistas: la mallorquina Aina Zanoguera, y la argentina Carmen Aciar, que se repartieron los temas, afrontando la difícil tarea de reinterpretar las voces de artistas como Silvia Pérez Cruz, Leo Rizzi, Salvador Sobral, Albert Pla, Marem, Ede, etc. Si el álbum es una heterogénea fiesta colectiva con 13 intérpretes interpretando 13 canciones; en nuestra opinión, el directo, con la unificación de las voces en estas dos cantantes, gana en cohesión, y mantiene mejor la unidad conceptual de la propuesta.

El concierto llega a su fin con la profundamente triste y bella “Nana para mí”, asestando un último gran golpe emocional a las tripas. Y tras unos  segundos de silencio para respirar, toca reaccionar, y un público en pie estalla en una ovación unánime. La propuesta más atrevida y menos jazzística del festival había vencido, y convencido. Intuyo que alguno de esos aplausos, se los apuntaba para sí, con una media sonrisa, Íñigo Zárate, director del festival.

Mientras, entre las largas colas para comprar discos, el debate continuaba – “¿es jazz, es pop, pop-jazz, folk-pop, electropop, porropmpomero…?”. La verdad, poco importa. Es inclasificable. Es Clara Peya.

No seremos nosotros quien nos atrevamos a definir los límites del jazz. Al contrario, aplaudimos y destacamos lo limítrofe. Lo hacemos con proyectos internacionales como Samora Pinderhughes, o corto.alto; y sería injusto no hacerlo con éste. Aplaudimos la propuesta, y aplaudimos esas ventanas que se abren de vez en cuando con valentía para traernos un poco de aire fresco a los, a veces demasiado estancos, salones del jazz.

Por poner un pero: su propuesta -esta oda a la imperfección-  roza la incoherencia, y está muy cerca de contradecirse. Roza la perfección.

Joel Ross Quintet

Nos reencontrábamos, tres meses después de su paso por Recoletos Jazz en Madrid, con uno de los artistas que, desde hace años, más de cerca hemos seguido en Caravan Jazz, levantando entre nuestro equipo gran entusiasmo con cada novedad discográfica, y unas expectativas, que ciertamente, siempre han sido correspondidas.

Perteneciente a una generación de músicos norteamericanos de extraordinario talento, generalmente bajo el auspicio de Blue Note, y sin llegar ninguno a la treintena, acumulan una colección de éxitos, prestigio y elogios inusitada para su edad. Junto a nombres como Immanuel Wilkins, Marquis Hill, Ambrose Akinmusire, Micah Thomas, etc.; Joel Ross (Chicago, 1995), es uno de esos músicos llamados a marca una época y garantizar el futuro del jazz.

Pero no por cercana, nuestra última experiencia, restaba entusiasmo a esta gran cita. Lo que sí entraría en juego en nuestra percepción, inevitablemente, sería la comparación. Si en Madrid habíamos visto a Ross en cuarteto (sin vientos), llevando el peso melódico, en esta ocasión se presentaba en quinteto, con María Grand al saxo, lo que ya nos indicaba que el sonido sería bastante más parecido al de sus álbumes de estudio, donde la importancia de dicho instrumento es enorme. Y sobre todo, del factor Immanuel Wilkins. Porque los álbumes los firma Joel, sí, pero la relevancia que tiene su socio en el sonido final es innegable, e insustituible, como comprobamos en Madrid, donde se nos quedó un poco huérfano ese sonido. Y así, con ganas de resolver nuestras preguntas y expectativas, afrontábamos el primer concierto de la tarde en Mendizorroza.

Pasadas las 20.30 horas, salían al escenario Joel Ross (con sus habituales gafas y el gorro que mantiene la posición de sus largas rastas bajo control), junto con su fiel agrupación, los llamados Good Vibes. Una larga introducción en solitario de vibráfono servía de umbral al bello tema “Early”, y a su rico, y también denso y complejo, universo sonoro.

Y es que el vibráfono, es un instrumento especial, por poco habitual, y por sonoridad. La falta de nitidez en ciertos pasajes rápidos, junto con el uso del pedal, producen ciertas nebulosas sonoras, en la que cierto público, puede no sentirse cómodo y perderse. Otro público, en cambio, puede encontrar un enorme gozo en un sonido único, y diferente al común de la habitual paleta del jazz. Y es que, para ser sinceros, la relación con este instrumento no es fácil ni para Joel Ross, al que se ha referido como “su instrumento menos favorito”.  Habiendo también declarado: “Tengo una relación de amor-odio con el vibráfono… son barras de metal frías. Es realmente difícil conseguir sacar expresividad de ahí. Ese es el reto. Es así como yo llegué a él, como un reto”.

Y para terminar de sincerarnos, la llegada de Ross al vibráfono contempla también, cierta dosis de casualidad. Con una formación musical muy temprana (desde los 3 años ya tocaba la percusión en la iglesia bautista donde su padre ejercía de director del coro), pronto se empapó de los ritmos góspel y R&B de su comunidad (también del jazz por grabaciones). Pero fue ya en una infancia más avanzada, cuando su hermano gemelo Josh, se adelantó, eligiendo la batería en la agrupación musical escolar en la que querían ingresar. Había que elegir … y la fascinación despertada por las grabaciones de Milt Jackson, terminó de decantar la balanza entre los instrumentos disponibles.

El tiempo ha pasado, y hoy, sobre el escenario, defiende la expresividad y singularidad de un instrumento que domina con maestría. Y mientras los temas se suceden casi sin pausa, comprendemos, sin duda, que ama su instrumento, y también, nos hace amarlo a nosotros. Porque de eso trata también su música, de amor, en un sentido profundo, incluso religioso (característica común de este grupo generacional). Observamos en su propuesta actual un trabajo profundo de reflexión y depuración formal. Ve la música y el blues como fuente de energía espiritual, como una experiencia profunda, planteándose si su propuesta es demasiado compleja para alcanzar ese objetivo; si demasiada atención a determinadas variaciones armónicas o rítmicas juegan en contra de esa pretendida espiritualidad.

Sin duda, la conexión con el público que se percibe en el pabellón, indica que lo consigue. Se repasan temas de su discografía, sobre todo de su último “Nublues” (2024) como “Melowdee”, “Bach” o su personal visión del coltreniano “Equinox”; en los que hay espacio para todo tipo de momentos y dinámicas. Sin ser un carácter que transite por la alta combustión, se muestra en esta ocasión especialmente activo e intenso, con largos y vibrantes solos que arrancan los aplausos del público, con una ejecución impecable con sus 2 baquetas (inusualmente no usa 4), con una creatividad e ingenio que demuestra por qué es una voz distintiva dentro del jazz actual.

También hay espacio para los músicos de su agrupación, que acompañan y mantienen el alto vuelo que marca el líder: Kanoa Mendenhall (bajo), Jeremy Dutton (batería), el muy estimulante Jeremy Corren (piano), y Maria Grand (saxo). Especial mención debe recibir esta última, quien, con su tenor, se enfrentaba a la difícil tarea de sustituir y hacemos olvidar al citado Wilkins; cumpliendo con nota. No solo no le echamos de menos, sino que disfrutamos del extraordinario sonido de otra de esas nuevas voces propias y singulares a seguir de cerca.

El concierto llegaba a su fin, y la satisfacción entre el público era generalizada. Los últimos eslabones de la tradición de jazz siguen siendo innovadores, coloridos, y ricos. Si esta es la generación destinada a garantizar el futuro del jazz… no hay duda, hay futuro. Tenemos jazz para rato.

Cécile McLorin Salvant

La noche, tras Peya y Ross, estaba ya encarrilada. Solo faltaba el remate perfecto, y con el siguiente plato (el principal del día), estaba asegurado. Cécile McLorin Salvant (Miami, 1989), la voz más unánimemente aclamada y aplaudida de la escena actual, se presentaba sobre el escenario de Vitoria. El ambiente, ideal; la temperatura, ya sin sol, perfecta; y el público, viejo conocido, entregado a una artista que levanta pasiones en la capital alavesa. Todo estaba predispuesto para redondear un gran día de festival, y poner la guinda al pastel. Y sí, así fue. Pero el giro de acontecimientos que vino a continuación, ni el más visionario, lo vio venir.

Con un par de discos maravillosos a la espalda en los últimos dos años –“Melusine” (2023), y “Ghost Song” (2022)-, tan diferentes como interesantes ambos, uno pensaría que el repertorio del show está más o menos claro. No previsible, porque ambos discos tienen un buen puñado de temas dignos de ser defendidos en directo, pero en cierta manera, puede imaginarse el tipo de repertorio al que uno va a enfrentarse. Si a estas suposiciones, le sumamos que en los últimos años la hemos podido disfrutar en el Festival de Jazz de Madrid (la última, hace apenas medio año en la última edición de 2023) dentro de la misma gira de presentación del mismo álbum, el factor sorpresa, quedaba bastante reducido. O eso pensábamos…

Porque Cécile… es Cécile. Única, libre, autoexigente, e innegociablemente, dispuesta a jamás repetirse. Y esa noche, amigos, Cécile había venido a divertirse. Y eso sólo significaba, que todos, esa noche, nos íbamos a divertir. Y mucho.

Aparecía sobre el escenario con un impoluto y sobrio vestido blanco, casi hasta extraño, habituados como estamos a sus coloridas y atrevidas vestimentas escénicas. Pero Cécile… es Cécile, y fijándonos mejor, vemos relucir unas brillantes gafas fucsias, sobre unos labios de intenso morado, y bajando más la mirada, confirmamos que es ella: unos llamativos zapatos brillantes de lentejuelas verdes ponen el toque personal de color. Y de carta de presentación, primeros saludos y derroche de simpatía y buen humor: “Estoy aprendiendo castellano desde hace 20 años… pero lentamente”. Las risas esa noche serían una constante.

Del repertorio, reconocemos temas como “Thunderclouds” para abrir boca, la sensibilidad de “Obligation”, temas en español como “¿Y tú que has hecho?”, o el maravilloso cierre con la perfecta interpretación de “Gracias a la vida”. Y en medio, una suerte de repertorio improvisado, desordenado, e imprevisible incluso para sus propios músicos, que no sabían con qué ocurrencia iba a salir su líder en ese continuo juego de soltar ideas y tararear melodías para que la siguieran. Todo, eso sí, con una gran cantidad de risas y momentos con mucho humor por parte de todos los músicos, a los que prácticamente volvió locos, en el buen sentido: Sullivan Fortner, al piano, el más exigido (de buen grado) -al que más rápido le tocaba reaccionar e identificar los temas propuestos-; Yasushi Nakamura al bajo; y el carismático Kule Poole a la batería, que, con una enorme sonrisa, se apuntaba a todos los juegos sin titubear.

Y así transcurrió la noche, de melodías balbuceabas que ni sus músicos lograban reconocer, a la interpretación absolutamente perfecta de bellísimos temas. Porque Cécile… es Cécile. E incluso jugando, su técnica es impecable. Con una dicción perfecta en hasta cuatro idiomas distintos (francés, inglés, español y el portugués con el que homenajeaba a su madre), moldea la voz adaptándola a cada género, narrativa y estilo de una forma abrumadora. No hay fisuras en su ejecución, ni límites en los registros de su voz. Cada tema es una clase magistral de interpretación y narración: pasamos del swing juguetón al blues, de la canción de cuna al vodevil, del folclore al jazz, al teatro, a la pantomima; interpretando, gesticulando, teatralizando, bailando.

Concierto, en definitiva, sorprendente e impecable a partes iguales. A la altura de su nombre, y de las expectativas, que es su caso, son siempre elevadísimas. Nunca habíamos visto a una Cécile tan divertida, y tan desordenada. Y a juzgar por la imborrable sonrisa de todo el público al abandonar Mendizorroza, se agradecieron, y mucho, sus ganas de diversión. Cécile… es Cécile.

Llegábamos al hotel, ya de madrugada, y en los ascensores, tampoco entonces se hablaba del tiempo. Ni siquiera se hablaba, no hacía falta. Las sonrisas que devolvían sus espejos hablaban por sí solas. Aquella noche, los espejos, y las sonrisas, hablaban de Clara. Hablaban de Joel. Y hablaban de Cécile.

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