Recuerdo, hace justo un año, encaminarme hacia la recién estrenada Sala Villanos, para asistir al concierto Cyrille Aimeé, evento con el que inauguraba la avalancha de conciertos que viviría en los siguientes casi dos meses, donde la programación del Festival de Jazz de Madrid/Villanos el Jazz nos colapsa, año tras año por estas fechas, las agendas a todos los aficionados al jazz de la capital. Y a la larga, pasado el festival, recordaba ese pistoletazo de salida al festival como uno de los conciertos de los que guardaba mejores sensaciones de toda la programación: una gran voz del jazz femenina, una gran técnica, y una gracia y aura especial sobre el escenario.
Un año después, como si de una tradición se tratara, caminando de nuevo hacia la misma sala la noche del viernes 18 de octubre (aunque no era estrictamente el primer concierto de esta nueva edición), recordaba esas sensaciones; y el presentimiento de que iba a vivir la primera gran noche de esta edición, de nuevo con una gran voz, iba creciendo en mi cabeza con el paseo.
Razones y argumentos no me faltaban. Por un lado, su carta de presentación, y el prestigio del que goza, casi desde sus inicios, cuando fue “descubierta” en una jam session, y en sus primeros conciertos con el grupo “In the Spirit” los periódicos de Atlanta se llenaban con artículos donde aparecían sentencias como esta: “Wright es realmente una cantante de cantantes. Su tono precioso y su fraseado exquisito… Lo tiene todo”. Y sobre todo, desde esa mágica noche del 11 de julio de 2002, en la que Lizz, en un concierto homenaje a Billie Holiday en el Orchestra Hall de Chicago, pasó de ser otra cantante más desconocida, a convertirse en una nueva estrella, ya a nivel nacional, con las interpretaciones de “I cover the waterfront” y “Don´t explain”, dejando al público con lágrimas en los ojos.
Por otro lado, estaba la expectación generada, que había provocado el sold out en la taquilla desde hacía más de una semana. Y por otro, el trabajo que nos convocaba esa noche: el maravilloso “Shadow” (2024), destinado a ser uno de los mejores álbumes de jazz vocal de este año. Un exquisito trabajo, de colores variados (el más maduro y redondo hasta la fecha), que nos revela a Wright ya no solo como la gran voz que es, sino a una intérprete y compositora, con una elegancia y una profundidad a la hora de transmitir emociones que, sinceramente, impresiona. Disco muy recomendable, en el que destaca la labor de su productor habitual – Craig Street-, y con colaboraciones tan especiales como Brandee Younger, Meshell Ndegiocello o Angelique Kidjo.
Y con semejantes expectativas, pasadas las diez de la noche, se presentaba sobre el escenario de la sala con su quinteto habitual: Adam Levy a las guitarras, Kenny Banks al hammond y piano, Ben Zwerin al bajo, e Ivan Edwards a la batería. Bastaron unos primeros acordes introductorios de guitarra acústica, que junto con el característico sonido del hammond hacían de base a unos slides de guitarra, para introducir y arropar a una voz que desde la primera nota, iluminó la sala desde el centro de la escena como un poderoso faro. De sombras habla el disco, pero su voz, y su sensibilidad, las llena de luz.
Escuchando sus interpretaciones, enseguida se tiene la certeza de que estamos ante un producto de gran pureza, auténtico y de genuina raíz afroamericana. Los ritmos de blues, de soul, de RnB, y demás aproximaciones al american songbook, tienen un sabor auténtico que el público percibe. No en vano, son los ritmos y el lenguaje que ha mamado prácticamente desde que nació, al criarse en el seno de una familia religiosa, en la que su padre era el predicador de la comunidad y su madre cantaba góspel en la misma iglesia, en su Hahira natal, en el estado de Georgia.
Los temas se van sucediendo, ofreciendo un recorrido lleno de variedad, de ritmos, emociones e intensidades, en los que demuestra un control absoluto de todos los registros por los que transita: de la tristeza y la melancolía, a la fuerza y enérgica vitalidad; del susurro sutil a la poderosa proyección de exuberante y grave voz. Destaca especialmente la interpretación de temas como “Shadow”, el sabroso tema de ritmos africanos que abre el disco; o los emotivos “Sweet Feeling” o “Your love”. El público baila, se divierte, y disfruta y se emociona a partes iguales.
Su presencia es magnética. Su carácter, junto a sus breves parlamentos con grandes muestras de cariño al público español, nos van formando una imagen de una mujer poderosa, sofisticada, de gran belleza y sensualidad, a la par que gran fortaleza, que predica una fuerte espiritualidad tratando temas como el amor, la fe, la lucha por la igualdad social y racial, la esperanza, o la pérdida. Sus movimientos son leves, muy sutiles, apenas pequeños movimientos de caderas, dejando toda su expresividad para los brazos y las manos; y creando un aura entorno a su figura que hipnotiza al público con su presencia.
Para finalizar, al piano, dos bises que terminaban de ensalzar una noche redonda, y ya, a esas alturas, mágica: la interpretación de la increíblemente bella y emotiva “Who knows where the times goes”, con la que durante minutos, nadie siquiera pudo parpadear; y el mensaje de “Freedom” para despedirse.
Deshaciendo las mismas calles que me habían llevado a la sala esa noche, revivía sensaciones y momentos del concierto, y no solo confirmaba mis presentimientos de horas antes, si no que, siendo sinceros, se habían quedado muy cortos. Habíamos vivido la primera gran noche del festival, con mayúsculas. La primera de muchas, seguro. Pero esa primera gran sonrisa en la cara y en el alma, con que salíamos todos los asistentes al concierto, y con la que nos acostábamos esa noche, llevaba esa firma… Lizz Wright. La misma firma que ya ha apuntado su nombre, en mayúsculas también, en la lista de las grandes damas del jazz.