Hace unos días nos despertábamos con una noticia curiosa: «las ventas de vinilos superan a la de CDs por primera vez desde los años 80». Con un crecimiento del 4% con respecto al año pasado, el vinilo se corona como el rey del formato físico, representando ya el 62%. Por supuesto, estas cifras hay que ponerlas en contexto. No es que se nos haya caído la venda de los ojos (el streaming se consolida como el formato preferido), sino que a la vez que se han dejado de comprar CDs, la nostalgia se ha convertido en un negocio que va en aumento.
Basta con entrar en unos grandes almacenes y hacer una parada rápida en la planta de alta fidelidad. El espacio que hasta hace no tanto estaba reservado para los mejores reproductores de CD y cadenas musicales, ahora lo ocupan…¡los toca discos! Y hay de todo: desde los falsos vintage que cuestan poco más de 50 euros, a señores giradiscos que se acercan peligrosamente a la barrera de los 1.000 euros.
Y si cambiamos de planta, la situación se repite: el vinilo parece haber conquistado buena parte del que hasta hace no mucho el CD campaba a sus anchas. La pregunta es… ¿por qué lo hace? Es cierto, que gracias a los DJs el formato nunca llegó a desaparecer, pero cuesta encontrar razones que justifiquen de forma objetiva este inesperado revival: los discos son más caros, los equipos son más delicados (y desde luego, mucho menos prácticos) y en cuanto a la calidad musical, aunque podemos repetir una y otra vez el mantra de que el sonido es más cálido, lo cierto es que el que ofrece una cadena musical equipada con CD…como mínimo la iguala.
Hablábamos antes de la nostalgia. Es algo que parece haberse disparado con la pandemia. Y no parecen sentirla únicamente las personas que vieron a Naranjito o los que se sonríen cuando leen «Yo fui EGB»: es que de forma inexplicable, ¡también esta afectando a los millenials! Baste un dato como prueba: los dos últimos lanzamientos de Taylor Swift no solo se han apuntado por supuesto al vinilo, sino también a las cintas de cassette.
Fetichistas de viejo cuño, fetichistas nuevos
El fetichismo musical es algo que no es precisamente nuevo. Aficionados a la música, que nunca han renunciado al CD y el vinilo, se encuentran a cientos. Son los que cada semana se dirigen a tiendas como «Discos La Metralleta» (en Madrid) para recorrer de nuevo los cajones de discos que se conocen de memoria. Son los que hacen listas tipo «las mejores canciones de los años 70 para conquistar a tu pareja» y que han convertido a «Alta fidelidad» en película de culto. Estaban suscritos a la ya desparecida Rockdelux y en el caso del jazz a revistas como DownBeat o Jazzwise… que sí, es cierto, ofrecen sus contenidos en Internet…pero ¡como vas a compararlo con el tacto del papel!
Pero hablemos del tacto, porque esto es importante. No hay fetichismo si no se puede tocar. Y con el streaming y en general, con la música digital, nuestra relación no puede ser más «etérea». Lo que nos lleva directamente a un nuevo tipo de «fetichista»: el que no lo era hasta que ha descubierto que lo es hace pocos meses/años. Después de aproximadamente 10 años entregados a los libros electrónicos, a los teléfonos móviles, a Spotify y Netflix, muchos han descubierto que echan de menos el placer «rústico» de lo analógico.
Porque lo analógico es lo contrario al consumo inmediato. Da la espalda a ese «lo quiero/lo tengo» que nos ha llevado a vivir a velocidades de vértigo. Supone aprender a buscar de nuevo, disfrutar de ese viaje, normalmente andando, que lleva de la tienda a casa mientras pensamos en el placer que nos va a proporcionar ese disco que vamos a escuchar o ese libro que vamos a empezar a leer en cuanto lleguemos.
En el caso del vinilo, el placer es aún más prolongado. Su consumo responde casi a un ritual. Admiramos la portada, leemos la trasera y nos preparamos a escuchar. Cuando la aguja cae sobre el plato, bien calibrado y escuchamos ese sonido tan característico, sabemos que en tres o cuatro segundos empieza la magia. Nada de esto se consigue con Spotify. Y cada vez son (somos) más, los que lo valoran.
El aniversario y esa cinta de la que usted me habla
Por supuesto, el mercado toma buena nota. Y lo más interesante: ha comprendido que al fetichista se le puede vender el mismo producto varias veces. Ediciones remastered o restauradas, ediciones deluxe, ediciones 50 aniversario, ediciones con alternate takes que ¡oh sorpresa! se descartaron en el lanzamiento original…(¿nadie se pregunta que tal vez había un motivo muy válido para no incluirlas?) y que casi todos estamos dispuestos a recibir con los brazos abiertos. Esto que pasaba más o menos de vez en cuando, ahora pasa con cada vez más asiduidad. ¿El último ejemplo? La edición «60 aniversario» del «Giant Steps» de John Coltrane, que se acaba de lanzar. ¿Necesitamos estas nuevas reediciones? Probablemente no. ¿Las queremos, las disfrutamos, pagaremos por ellas? ¡Fuck yeah!
En el caso del jazz a esto se le añade otro fenómeno sorprendente. El caso de todas esas grabaciones que se «pierden», y que, decenas de años más tarde, se encuentran en un desván olvidado o en el cajón de un productor y de nuevo ¡oh sorpresa! deciden que tienen un tesoro entre manos que desde luego merece la pena editar. Acabamos de verlo con «Palo Alto», el sorprendente concierto de Thelonious Monk. Pero es que de John Coltrane se ha encontrado material nuevo durante los últimos dos años, de Buddy Rich, de Erroll Garner…
Y nosotros compramos, encantados, dirigiéndonos directamente hacia el diógenes cultural. Que en mi opinión no es que tenga nada intrínsecamente malo…Pero nunca está de más pulsar el botón de pausa durante un momento. Dicho lo cual, el musical o el literario, me parece fantástico y del resto, mientras no sea claramente ilegal, adelante.