En el libreto de “The Art of Trio (vol.3): Songs”, un Brad Mehldau que empezaba a ser más que conocido en el mundo del jazz, se veía en la obligación de hacer un ejercicio de autodefensa musical: “La constante comparación de este trío con el de Bill Evans ha sido como tener clavada una espina en el costado” se lamentaba.
Y es que como cuenta Nate Chinen en su libro “Playing Changes”, en 1998 aún había una corriente de opinión algo reduccionista, que veía en Mehldau poco más que “otro pianista blanco sensible, de postura desgarbada, perdido en sus ensoñaciones”. Que Mehldau hubiese tenido más que un escarceo con las drogas, tampoco ayudaba a la inevitable comparación con Evans, si bien lo que lo que más le molestaba es que no se concediese a su Trío una independencia musical, un lenguaje formal propio e innovador.
Han pasado más de 20 años desde esa “pataleta” y hoy en día, pocos dudan de que Mehldau ha dado todos los pasos necesarios para convertirse en una de las figuras más destacadas del jazz actual. Con el anuncio el pasado mes de octubre de que Keith Jarrett se retiraba de los escenarios, el de Jacksonville ha sido ungido de facto, como nuevo “patriarca” del piano.
Bienvenido a casa
En el último año, hemos tenido la suerte de poder disfrutar de Mehldau en Madrid en dos ocasiones diferentes. La primera, el pasado mes de noviembre, cuando ofreció en solitario un recital compuesto en su mayor parte por variaciones sobre los temas de los Beatles. La segunda, hace una semana, junto con la formación en trío que mantiene desde 2005: Larry Grenadier al contrabajo y el baterista Jeff Ballard (quien sustituye ese año al español Jorge Rossy). En ambas ocasiones, el escenario es el miso: el Auditorio Nacional.
Me pareció el pasado mes de noviembre cuando asistí al concierto de Marco Mezquida, que no es esta sala enorme, de techos altísimos, lámparas imposibles y paredes de mármol, el mejor espacio posible para un concierto de jazz. Y la impresión, al menos durante los primeros minutos del concierto de Mehldau se repite… con una batería sobre-sonorizada que tapa en algunos momentos al resto de los instrumentos.
La impresión afortunadamente no dura y tras un primer tema en el que tanto piano como contrabajo se mantienen tan sotto-voce que cuesta escucharlos, el trío consigue desplegar un repertorio sólido, en el que entran un par de temas del ”Round Again” publicado en 2020 junto a Joshua Redman, composiciones marca de la casa como “Song-Song” y standards como la preciosa ”Here’s the rainy day”.
En todos los temas, Mehldau demuestra dominar como nadie las dos facetas sobre las que ha cimentado su carrera: la de un improvisador, que deja espacio para que nuevas ideas surjan de forma espontánea a lo largo de cada interpretación, y la del músico que siente una profunda fascinación por las formas clásicas, como refleja en esos “andamios” que mantienen anclado (aunque solo sea un poco) su piano a la tierra.
Decir por lo tanto que Mehldau estuvo bien y que el nivel general del concierto fue sobresaliente es casi una obviedad: no esperábamos menos. En una formación que se conoce de memoria, los códigos con los que se intercambian el protagonismo en las distintas piezas fluyen de forma natural, y es justo reconocer que en la actuación del Auditorio, tanto Granadier como Ballard tuvieron la oportunidad de volar alto. En el caso de Ballard, este volar etéreo se tradujo en dejarse el alma en uno de los mejores solos de batería que se recuerdan y que el público recompensó con la gran ovación de la noche.
Tras dominar eso tan difícil que son los silencios, los espacios en blanco, Mehldau no tardaba después en demostrar hasta dónde y con cuánta profundidad era capaz de explorar cada composición, casi agotando todas las posibilidades de un tremendo ”Autumn in New York“ o dibujando estudios para piano de increíble dificultad técnica…pero a la vez llenándolos de lirismo y delicadeza, abandonándose a menudo a tocar con una sola mano.
Cuesta no caer en adjetivos que se han convertido en clichés de las crónicas de concierto, como “mágico” o “hipnótico”. Y cuesta porque de otra forma, no se entiende que esas casi dos horas, pasaran volando como en un suspiro de tiempo…dejándonos en la retina esa sensación maravillosa del que el mundo y sus sinsabores cotidianos, pueden esperar fuera.